Rosana

Rosana

 

MI TESTIMONIO

 

Recuerdo cuando mi marido me pidió que me casara con él. Le dije:

-          Antes de que te responda debes saber que quiero tener 5 hijos, no sé si tú querrás tantos.

Kevin se puso a reir, ¡y aceptó la propuesta!.

 

El 15 de Julio de 1988 nació nuestra hija Rebeca. Me había encontrado mal durante todo el embarazo, no era capaz de retener ni una sola comida del día y esto se alargó durante los nueve meses.

En la ecografía que me realizaron en el séptimo mes de embarazo, los resultados no fueron del todo normales. La doctora que me hizo la prueba, me dijo que las medidas del bebé no correspondían con el tiempo de gestación. Me pidió que se lo comentara a mi ginecólogo y que fuera a realizarme otra ecografía en un mes. Lo cierto es que el ginecólogo no le dio ninguna importancia al tema, diciendo que “habían bebés de todos los tamaños”. Lloré muchísimo. Mi familia trataba de tranquilizarme, recordándome las palabras del ginecólogo, pero, en lo más profundo de mi, sabía que algo no iba bien.

La mañana del día que recibimos a Rebeca, me levanté sufriendo pérdidas. Aún me faltaba una semana para cumplir, y no tenía ni un leve dolor, por lo que no pensé que fuera de parto. Así que, aunque estaba en casa sola, no llamé a nadie. Cogí un taxi y me dirigí al hospital para que me revisaran. En seguida me dijeron que estaba de parto, y que tendrían que realizarme una cesárea. En ese momento sentí pánico. No podía ni llorar. Entré en la habitación que me habían asignado, me coloqué la horrible bata de hospital y telefoneé a mi marido y a mis padres.

Recuerdo perfectamente mis sentimientos cuando me dirigía hacia el quirófano siguiendo a la enfermera. No había ilusión, ni emoción de ningún tipo. En ningún momento se me pasó por la cabeza que iba a conocer a mi bebé. Una profunda tristeza me envolvía y estaba muy asustada. Hoy sé que, sin yo saberlo, el Señor me estaba preparando para lo que tendría que vivir a partir de ese momento. El Señor, en su misericordia, me guardó de sentir una ilusión que sólo me habría producido más dolor. Tumbada en la camilla del quirófano seguí llorando hasta que todo se hizo borroso y me quedé dormida.

Me costó mucho despertar de la anestesia. Quería ver, pero no veía. Tenía mucha sed. Quería saber qué pasaba a mi alrededor. Los rostros a mi alrededor trataban de no mostrarme su tristeza, pero algo fallaba, no podía percibir ni un poquito de ilusión en nadie.

En ese estado de confusión, recuerdo cómo entraron una incubadora en la habitación. Me pareció oir que iban a llevar al bebé a otro hospital y querían que la viera antes de llevársela. Yo quería verla, me esforzaba por mirar el pequeño cuerpecito dentro de esa urna de cristal, pero casi no tenía visión, difícilmente distinguía formas. Se llevaron a Rebeca de la habitación casi tan pronto como la trajeron. Mi madre se quedó conmigo, y recuerda esa noche como una de las más horribles de su vida. Oía llorar a los bebés en las otras habitaciones, y nosotros no teníamos al nuestro. Rebeca estaba sola en otro hospital, y no la íbamos a tener mucho tiempo más.

Mi primer recuerdo de la mañana siguiente es la cara llorosa de mi padre que estaba de pie, frente a mi. Hoy, dieciséis años después, aún puedo recordar la expresión de su cara. Kevin, mi marido, me miraba en silencio y con preocupación. Mi madre, que había estado toda la noche vigilando mis goteros seguía sentada a mi lado. No recuerdo lo que me dijeron, sólo recuerdo sus rostros. Entendí que Rebeca estaba muy enferma. Nadie sabía cuánto viviría (días?, meses?, años?). Tenía una enfermedad llamada “Síndrome de Patau”, una malformación genética. Las venas de su corazoncito estaban cambiadas de sitio, su caja torácica era muy pequeña y apenas había sitio para que sus pulmones se ensancharan un poco al respirar. Era una malformación interna que afectaba básicamente a todos sus órganos.

Lloré, por supuesto, pero me sentí muy fuerte. Estaba muy serena. Habían momentos duros, como cuando me pincharon un medicamento para retirarme la leche (recuerdo que esto fue un momento doloroso emocionalmente).

Pero la pesadilla sólo acababa de empezar. A las 24 horas de la cesárea empezaron a reventarme todos los capilares debajo de la piel. Sentía decenas de pinchazos por todo el cuerpo, mientras los capilares iban reventando. Estaba hinchada. Azul, morada, roja. Los picores eran insoportables. Tenía fiebre. Me hicieron un análisis de sangre, pero nadie parecía saber lo que me pasaba. Me dijeron que era una reacción alérgica, probablemente a la anestesia, puesto que era lo único que me habían administrado. Los antihistamínicos que me inyectaban, me dejaban dormida en pocos minutos, esto me aliviaba mucho. Las enfermeras, como alivio extra, me envolvían en vendas con vinagre. Parecía una momia, hasta le pedí a Kevin que me hiciera fotos.

Nunca tendré bastantes palabras para agradecer a mi marido, a mis padres, a mis hermanos y a toda la familia de la iglesia sus oraciones, sus muestras de cariño, sus visitas al hospital. En esos momentos, el cariño de todos no tenía precio.

Era difícil, cuando cada 3 o 4 horas oía a las enfermeras arrastrar las cunas a todas las habitaciones para que dieran de comer a los bebés. Los oía llorar. Sentía que Rebeca estaba sola, y yo no podía estar con ella (por supuesto Kevin iba a verla cada día).

Recuerdo que, una tarde, escuchaba a la chica de la habitación contigua cómo explicaba por teléfono la experiencia de su parto y a quien se parecía su bebé. Estaba tan emocionada que hablaba a gritos, y cada palabra que decía se iba clavando en mi produciéndome un dolor agudo e insoportable.

El viernes, 22 de Julio (yo seguía ingresada por la intoxicación que tenía), a las 21 h., Kevin y yo telefoneamos al hospital de Valle Hebrón, en Barcelona, para ver cómo estaba Rebeca. En ese momento estaba teniendo una fuerte crisis de corazón y nos pidieron que llamáramos más tarde. Colgamos el auricular y, sin parar de llorar la encomendamos al Señor. Al terminar la oración, telefoneamos de nuevo y nos dijeron que acababa de fallecer. Sentimos que la habíamos acompañado en oración en su viaje hacia los brazos de su Padre Celestial.

Al día siguiente, era el cumpleaños de Kevin (cumplía 25 años). Que triste cumpleaños.

El domingo fue el entierro. Asistió toda la iglesia. Yo no pude asistir porque seguía en el hospital, pero me contaron cada detalle. A pesar del dolor que producía, yo necesitaba saberlo todo. Se cantó “Nítido rayo por Cristo”. Algunas personas, como mi hermano Juanjo, dieron un beso a Rebeca, esto es algo que me emociona mucho, porque yo nunca tuve oportunidad de darle un beso. Siempre he querido darles las gracias por esto, y nunca lo he hecho. Nunca imaginarían lo que esto significó para mi. Gracias.

Todavía lloro recordando todo esto. A veces sientes que ya no va a doler más, casi como si nunca lo hubieras vivido. Pero duele. Aunque no hay amargura. Ni desesperación. Pero, ........ desde luego, puede volver a doler.

El lunes, 26 de Julio, me dieron el alta. Aún tenía que vivir algo más antes de abandonar el hospital. Me dirigí al baño a vestirme para irme a casa y, entonces, expulsé la placenta (o gran parte de ella). ¡10 días con la placenta dentro!. ¿Alguien se lo puede creer?. ¡Seguramente lo que tenía era una infección en la sangre, no una reacción alérgica a la anestesia!. Habíamos perdido a Rebeca (sólo por un tiempo, porque nos reuniremos con ella), pero, ¡yo era un milagro de Dios!. Desde luego, yo no lo sabía. No he sabido que era la placenta hasta mucho tiempo después (nadie me dijo lo que era en ese momento).

Me fui a casa con una bolsa llena de ropita de bebé, un canasto vacío y un corazón que iba a empezar a vivir una de las mayores tormentas de su vida. Pero, aunque entonces no lo sabía, rescatada de la muerte por la misericordia de Dios. (Cualquier médico sabe las posibilidades que hay de vivir 10 días con la placenta dentro y, seguramente, con lo que, los médicos creen, fue una infección en la sangre).

Es tremendo, en muchos momentos sentía que Dios se había olvidado de mi, no me había cuidado, o me había castigado, o ..... que sé yo!, ..... para descubrir que me había salvado la vida!. ¡Como lloré después de una visita a un médico cuando me explicaron todo lo que me pasó!. Dios no era el culpable, era, doblemente, mi Salvador.

 

Pasaron como dos años antes de saber manejar el dolor y el vacío que me había producido el viaje de Rebeca al cielo. Pensaba que, a lo mejor, otro bebé aliviaría ese dolor. Pero no me quedaba embarazada. Comenzamos con el suplicio de las pruebas y las humillantes visitas a los centros de esterilidad (donde me sentía estudiada como un conejillo de indias).

Entonces escuché la “sentencia” que me iba a llevar a la cumbre de la tormenta:

-          No podrás tener más niños. ¿Quién sabe lo que sucedió en esa cesárea?.

 

¿Qué estaba pasando en mi vida?. No entendía nada. ¿Dios podía tener planes en todo esto?. ¿Estaba Dios en esto?. ¿Qué hacía ante mi dolor?. ¿Quién quería hacerme tanto daño?.

Era más fácil manejar el dolor que la rebeldía. Tantos argumentos horribles vienen sobre tu cabeza y no tienes explicación para ellos. Parecía como si alguien se estaba burlando de mi a carcajadas. Era una burla absoluta.

Había una chica en la iglesia que llevaba casada muchos años y no quedaba embarazada. Yo me sentía consolada con ella. Justo cuando me dieron la mala noticia a mi, ella dijo que estaba embarazada. Esa noche, después del culto, al llegar a casa, abrí el buzón, y había una carta de una amiga de EEUU:

-          Voy a tener un bebé.

Subí corriendo las escaleras de casa. Sin encender las luces, me tiré al suelo de la habitación llorando. No quería vivir más. Era demasiado doloroso. Y unas palabras empezaron a retumbar en mi cabeza como un estruendo, se repetían una y otra vez:

-          El diablo os ha pedido para zarandearos, el diablo os ha pedido para zarandearos, el diablo os ha pedido para zarandearos, ............, pero Yo he rogado que vuestra fe no falte.

Entonces me inundó la paz.

Sería muy difícil explicar todas las experiencias y sentimientos vividos en estos años. Necesitaría un libro entero para escribir mis diarios.

He experimentado el luto, la enfermedad, la rebeldía, la humillación, la amargura, la falta de fe. Muchas veces he perdido la paz, demasiadas (ahora me esfuerzo por seguirla y mantenerla). Aún no entiendo muchas cosas, quizás no las entenderé nunca, tampoco nos toca a nosotros saberlo todo, esto lo he tenido que aprender (Deuteronomio 29:29).

Llevo 16 años viendo cómo las mujeres a mi alrededor acarician sus barrigas. Como reciben al mundo bebés preciosos. Los abrazan y viven experiencias que yo no puedo vivir. Como, cuando estamos juntas, cuentan sus partos y los biberones que les dan.

Sólo un grupo de mujeres pueden entender estos sentimientos: ¿castigada?, ¿inferior?, ¿no tan amada por Dios?, ¿diferente?, ¿sola entre todas?, etc. Para mi no es tan fuerte el dolor por lo que no tengo como por sentirme “diferente”, “patito feo”, “no tan amada”, etc.

Pero ya no doy “coces contra el aguijón”. Luché contra Dios mucho tiempo, como una hormiga que patalea contra el monte más alto. Es terrible cuando Él es el único que puede ayudarte, y no eres capaz de recurrir a Él.

He aceptado por fé que Él quiere mi bien. Que me ama. Que quiere bendecirme. Que todo tiene un propósito. Que “el Señor cumplirá sus propósitos en mi” (Salmo 138:8).

Creo que el dolor tiene un propósito, y Rosana tenía que ser moldeada en las manos del alfarero. Y necesite ser quebrada y hecha de nuevo seguramente.

Le agradezco que tiene a Rebeca en su presencia (sé que allí está mejor de lo que jamás estaría aquí). Le agradezco que un día la veremos, y le podré dar, no uno, sino muchos besos. Por supuesto, le agradezco por mi marido paciente, comprensivo, tierno. Mi mayor bendición en esta tierra. Y por mis padres, por sus oraciones, amor y paciencia (y, a veces, reprimendas).

Gracias, Buen Alfarero, por tener el control de mi vida. Fuera de ti nada deseo en la tierra.

Ahora sé, que separada de Ti nada puedo hacer. Aún el dolor, se convierte en un mensajero de tu amor.